“Yo me había marchado a Madrid”, continuaba Martín Reinoso, “incorporándome al batallón de Margarita Nelken y combatiendo hasta el 28 de agosto de 1938 en que perdí el brazo a consecuencia de un morterazo del enemigo en la posición de Carabanchel (…). Me lo amputaron y me dieron inútil total. Como había que evacuar Madrid y no sabía adónde ir, cogí el tren y me marché para mi tierra (…). En Talarrubias (Badajoz) me detuvieron y me mandaron a Siruela, donde me tuvieron 15 días sufriendo los más malos ratos que se pueden dar; de ahí me trasladaron al campo de concentración de Castuera, donde sacaban a los hombres en camiones para fusilarlos. Un día, un falangista me pegó una paliza por gusto. Al año me trasladaron a Herrera del Duque, donde la comida nos la daban cada 24 horas, 150 gramos de pan y 2 sardinas”.
En enero de 1941, Martín Reinoso fue condenado a muerte, pena que después le sería conmutada por la de 20 años y un día. En 1946 recibió un indulto y volvió a su pueblo. Pero sus desgracias estaban aún lejos de acabar. “Me presenté a la Junta de Libertad Vigilada y me mandaron al cuartel de la Guardia Civil. Mi llegada fue mala. Empezó el comandante del puesto por insultarme todo lo que quiso hasta decirme que me iba a dar una paliza y me iba a cortar la otra mano (…). Me dijo que me tenía que presentar todos los domingos y que me iba a vigilar muy de cerca (…). Me prohibió entrar en ningún casino; a las ocho de la noche tenía que estar en casa (…). El 27 de octubre fue la última vez que me presenté porque esa noche me volvieron a llamar. Aquello no me gustó nada y crucé la frontera…”.
Su caso, como los más de cien historiales referidos al periodo 1946-1948 conservados en seis gruesas carpetas en el archivo de la cancillería mexicana, ilumina uno de los momentos más tenebrosos de la historia reciente de España, la represión política de la inmediata posguerra. El miedo, la delación, la venganza, la tortura y el infortunio, pero también las casualidades inverosímiles, se unen en un rosario de penales, campos de concentración y batallones de castigo. Una geografía del terror de la que campesinos, exmilitares, albañiles, maestros y mecánicos escapan a pie y a oscuras, perdidos por las sierras de la Península, hasta alcanzar el incierto refugio de Lisboa.Y concluye: “No he de olvidar las dos animaladas cometidas contra dos hermanos míos, ni la de mi querido padre, que murió cuando iba para la estación de Fregenal de la Sierra con el carro y le salieron al camino los fascistas y por no decir dónde me encontraba yo le dieron fuego al carro (…) y no quiero escribir más porque recordando toda la historia pierdo el sentido”.
“Desde los Pirineos hasta Málaga lo hice a pie en 39 días, en los cuales pasé todas las calamidades que puede pasar una persona”, cuenta el malagueño y militante de la CNT Juan Contreras Mancera, de 36 años, que, tras fugarse de un batallón disciplinario de Noales (Huesca) el 20 de junio de 1943 y permanecer dos años escondido en Málaga, logra junto con un compañero, “unas veces a pie y otras en tren”, cruzar la frontera portuguesa el 8 de marzo de 1945.
La enfermera socialista de Badajoz Isabel Pavón Pavón, de 42 años, narra a su llegada al país vecino que tras la entrada de las fuerzas franquistas a su ciudad fue detenida y “propuesta para fusilamiento, no llevándose este a cabo por no sé qué causas”. “No obstante, me hicieron beber medio litro de aceite de ricino y me cortaron el pelo. A mi padre, que contaba 70 años y desempeñaba el cargo de alcalde de Aceuchal, lo fusilaron, y mi hermano, que tenía el mismo cargo en Almendralejo, tuvo que huir…”.
El embajador Gilberto Bosques fue un pionero de la ayuda a los refugiados de guerra. Ya como cónsul en Marsella durante el régimen de Vichy, su actividad había sido crucial para salvar a miles de españoles de los campos de concentración franceses y ahora, desde su nueva posición, iba a continuar su misión de solidaridad. Pese al hecho de que el embajador de España en Lisboa fuera Nicolás Franco, el hermano del dictador, el diplomático logró, mediante un pacto de caballeros, que Salazar mirase para otro lado y permitiera que la Embajada “protegiera y embarcara a los prófugos republicanos españoles con destino a México”, como recuerda en el libro de entrevistas Gilberto Bosques, el oficio del gran negociador.Llegar al Portugal del dictador Salazar, estrecho aliado de Franco, no era ninguna garantía de seguridad. Indocumentados e indigentes, los fugitivos tenían que esconderse, pues si caían en manos de la policía portuguesa eran devueltos de inmediato al presidio o al cadalso español. Una de sus tablas de salvación, como acreditan los documentos ahora desvelados, era la organización humanitaria norteamericana Unitarian Service Comitte (USC), creada en 1940 con el fin de rescatar judíos, con sedes en Lisboa y Marsella, que trabajando clandestinamente colaboraba con la legación mexicana en la capital portuguesa.
El recorte de prensa que critica la política de ayuda a refugiados
Tanto el presidente Lázaro Cárdenas como su sucesor, Manuel Ávila Camacho, dieron a Bosques gran libertad de acción para resolver los dramas humanos que se iban presentando a cada paso. Los 1.482 documentos relativos al destino de más de 500 españoles leídos ahora por EL PAÍS dan cuenta del trasiego de comunicaciones entre la Embajada y las Secretarías de Exteriores y Gobernación mexicanas, así como entre aquella y la USC, o las cartas de recomendación de republicanos ya instalados en México, algunos muy notables, como el general Miaja, el socialista Indalecio Prieto o el exgobernador del Banco de España Luis Nicolau d’Olwer, en favor de los fugitivos.
La prioridad, antes de que la legación mexicana diera papeles al español evadido para que pudiera marchar a México o Venezuela, los dos destinos más comunes, era confirmar que realmente eran acosados en España por su militancia política. De esta tarea se encargaba la USC tomando declaración, escrita frecuentemente a máquina y en primera persona, al fugado y firmada por este. Entre ese centenar de historiales hay algunos casos en que se negó el apoyo —“de sus declaraciones hemos deducido que habían salido de España por falta de trabajo o dificultades económicas y no como perseguidos por sus actividades políticas”; “según varios compañeros, es acusado de confidente”—, pero la inmensa mayoría relata unas vidas de inconsolable desgracia y heroica resistencia.
Manuel Trigo Domínguez, sevillano, que acabaría la guerra como teniente y sería condenado a muerte e indultado a finales de 1940, declara el 4 de diciembre de 1946, al poco de llegar a Portugal, que era tal el acoso policial al que se veía sometido que tomó una drástica decisión: “Recurrí a fingirme loco como único medio de salvación. Estuve fingiendo hasta el 6 de octubre de 1946. En dicha fecha salí del manicomio de Miraflores de Sevilla, con permiso dado a los clientes mejorados (…), permiso que estoy disfrutando en Lisboa, fuera del terror fascista que asola mi patria…”. José Couvelo Lorenzo, de Pontevedra, de 28 años, recuerda cuando le llevaban prisionero al penal de Burgos “con los grillos en las manos corriendo la sangre” y cuando “los fascistas” le metieron “en una prensa de hierro para que confesase”.
Ángel López Sot, universitario malagueño y militante de las Juventudes Socialistas, fue hecho prisionero por soldados italianos en febrero de 1937. Logró escapar y regresar campo a través a su ciudad natal, pero fue detenido de nuevo al ser delatado por una vecina. “Días más tarde, a la una de la madrugada, fui conducido con nueve jóvenes más y una señorita al cementerio de San Rafael, donde fueron fusilados en presencia mía, librándome yo gracias a la intervención de un teniente que al tomarme el nombre y la edad se impresionó que fuera tan joven”.
Agustín Giménez Campaña, cordobés, fue condenado a muerte al término de la guerra. Su relato en tercera persona es de una impasibilidad desconcertante: “Trasladado al amanecer del 28 de mayo de 1940 al Cementerio Municipal del Este de Madrid y fusilado en unión de otros 50 sin ser herido ni recibir el tiro de gracia, pudo escapar y esconderse…”. Lograría huir a Portugal al segundo intento tras pasar por las cárceles de Zamora y Valencia.
Los papeles de Lisboa permiten establecer un patrón común en la odisea de los fugitivos: condena de muerte al acabar la guerra, conmutada luego por 30 o 20 años de cárcel, lo que daba paso a un periplo interminable por el gran presidio en que se había convertido España; después, el indulto, la delación, una nueva detención y fuga.
Los documentos dan idea también de la persistencia de la lucha guerrillera en aquellos años cuarenta. La resistencia, sobre todo de los militantes comunistas, es de una determinación épica, como ilustra el caso de Ángel Ansareo Grandas. Tras participar en la toma del Cuartel de la Montaña y combatir en los frentes de Guadarrama, Teruel y Cataluña, huye a Francia al perder la guerra. Allí permanece 10 meses, hasta que es entregado a Franco y encarcelado en Reus. Escapa y le detienen otra vez el 5 de mayo de 1940. Condenado a muerte en Madrid, es indultado en 1943. Inmediatamente vuelve a unirse al maquis y llega a presidir “el congreso que se celebró en Cobas (A Coruña)”. Con el nombre de guerra de A. Ribas, organiza varios grupos guerrilleros y mantiene cruentos enfrentamientos armados “con falangistas y guardias civiles”. Llegan a ofrecerse, según su relato, “medio millón de pesetas por noticias de su paradero”. Ante el hostigamiento al que es sometido por las fuerzas franquistas, cruza la frontera de Portugal, “sin rumbo conocido”, y llega a Lisboa en agosto de 1946. Su declaración jurada acaba: “Eliminando la descripción y hasta el recuerdo de otros muchos sufrimientos, solo me resta decir: ¡Viva la República española! ¡Viva la paz en el mundo!”.
Los documentos revelan el incansable trabajo del embajador sorteando toda clase de trabas para salvar vidas o reunificar familias, entre ellas, el apercibimiento de la propia Secretaría de Relaciones Exteriores, que en una carta del 7 de febrero de 1948 le advierte de las “irregularidades observadas en los requisitos indispensables” que deben cumplir los “asilados políticos”, o la prensa mexicana hostil a la solidaridad con los perdedores de la Guerra Civil. Un recorte de un diario incluido en una de las carpetas aprovecha el supuesto mal paso dado por uno de los republicanos españoles llegados a México para criticar la política de ayuda a los refugiados. Agustín Giménez Campaña había sido acusado del robo de 3.000 pesos a una señora. Su foto y la de su esposa aparecen sobre el titular: Dos pájaros de cuenta. La nota cuenta: “Son dos peligrosos maleantes de nacionalidad española que entraron en México merced a la generosa hospitalidad que les brindara en mala hora el Monje Loco de Jiquilpan [alusión al presidente Lázaro Cárdenas] en calidad de refugachos”.
La atmósfera política estaba cambiando en México. La solidaridad internacional como principio de la acción exterior establecido por los políticos cardenistas comenzaba a debilitarse. Arturo Bretón, sobrino de Bosques, le cuenta en una carta del 14 de mayo de 1948 que en el país “las cosas políticamente andan muy mal y hay mucho descontento con el Gobierno de [Miguel] Alemán, y los elementos que le rodean son una verdadera desgracia…”. En España, la dictadura se había consolidado y los exiliados dejaban de pensar en el regreso. A mexicanos y españoles les quedaría la memoria de unos hombres que lucharon por un mundo más justo.